Mientras los grandes poderes económicos capitalistas siguen descargando sus despilfarros sobre las espaldas de los trabajadores, en todo el mundo se recordó el 1 de mayo, en conmemoración a 'los mártires de Chicago'. Siguiendo a aquel grupo de obreros que hace más 120 años pagó con la vida su rebeldía ante la explotación, hoy proliferan, junto con las amenazas y las ejecuciones de despidos, las huelgas, las tomas de fábricas y, en los mejores casos, la puesta en producción de empresas sin patrón.
Corría mayo de 1886 cuando, en Chicago, en los Estados Unidos de Norteamérica, un grupo de trabajadores organizó una movilización popular para reclamar la reducción de la jornada, de 16 a 8 horas. El capitalismo, que ya había sufrido su primer gran crisis, en 1873, iba entrando inexorablemente en su nueva fase, su “fase superior”, como la llamó Lenin: el imperialismo, de la mano de los incipientes monopolios y del avance militar de las metrópoli. Juntos, gobiernos y grupos económicos cada vez más concentrados se iban apropiando ilegítimamente, por la fuerza de la ocupación militar, de las riquezas del continente africano entero, de algunas de Asia, y controlaban económicamente a las naciones políticamente independientes de América Latina.
En su seno, las potencias no podían acallar con unas cuantas reformas legales el descontento de las clases populares, que se iban pauperizando cada vez más. En Chicago, entonces, la lucha obrera llegó al punto en que la represión fue la decidida respuesta de la clase dominante. Más de cinco huelgas, todas combatidas a fuego por el poder político y económico, prologaron a un atentado en el que murieron varios policías. A continuación, un irregular proceso judicial derivó en el encarcelamiento de los dirigentes anarquistas Adolph Fisher, Augusto Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe.
Los cuatro primeros fueron ahorcados. Lingg prefirió no dar el gusto a sus verdugos y se suicidó en su celda. Schwab y Fielden fueron condenados a prisión perpetua y Neebe, a 15 años de prisión. Aquellas luchas, aquellas demandas, más de 120 años atrás, no perdieron vigencia. Podemos observar el mismo cuadro cotidianamente, en cada acción de los grandes grupos económicos nacionales o transnacionales, muchas veces con la complicidad de los gobiernos, para extraer la mayor ganancia posible de la fuerza de trabajo humana explotada, y para descargar sobre sus espaldas las pérdidas o las tasa de ganancia menores cuando, como por estos días, el capitalismo tambalea por su propia codicia.
Por caso, en el mismo país donde fueron liquidados los mártires de Chicago allá en el siglo XIX, los despidos masivos son moneda corriente hoy día y totalizan más de 30 mil desde el inicio de la recesión, en diciembre del 2007. En Estados Unidos, las solicitudes del seguro de desocupación se elevaron a un nuevo máximo de 6,14 millones este año, mientras en algunas ciudades la gente empieza a vivir en carpa. Sí, en carpa, en “el primer mundo”.
En Europa, trabajadores franceses despedidos toman de rehén a su patrón, en Inglaterra casi mil bancarios se enteran que quedarán en la calle en los próximos dos años, en España el gobierno admite que ya hay cuatro millones de desocupados, y las huelgas y movilizaciones se suceden en Bélgica, en Grecia, en Italia, donde, por si fuera poco, gobierna Berlusconi.
En Argentina, aunque los voceros oficiales (gobernantes, sindicalistas, comunicadores) se empeñen en ahuyentar el fantasma de los despidos masivos, las amenazas son cada vez más latentes para los trabajadores de las grandes industrias, por ejemplo en las automotrices. A tono con los gobiernos de las grandes potencias, que vienen ejecutando con toda rigurosidad aquel axioma que reza: “el capitalismo consiste en privatizar las ganancias y socializar las pérdidas”, la administración de Cristina Fernández usa la caja del Estado para repartir subsidios a las grandes empresas en pos de que no lleven a cabo ahora esos temidos despidos masivos. No sería una buena noticia a menos de dos meses las elecciones legislativas nacionales que pueden hacer “explotar” al país si el oficialismo pierde, según las exageraciones (quizá no tan exageradas) del ex presidente Néstor Kirchner.
Entre los que todavía conservan su fuente de trabajo, vale decirlo (y vale decirlo especialmente después de recordar que en Chicago se pedía trabajar no más de ocho horas diarias), millones sufren jornadas bastante más largas que de ocho horas. Según el manipulado Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), el 37,8 por ciento del total de asalariados trabaja 'en negro'. Y por si acaso no hiciera falta la deshumanización de millones de adultos, miles de niños y niñas que deberían estar en la escuela o jugando, son explotados laboralmente desde que sale el sol hasta que se va, sobre todo en el ámbito rural.
Pero también en Argentina, cada semana nos enteramos de una nueva fábrica que, vaciada y abandonada por sus patrones, es ocupada y puesta a funcionar nuevamente por sus obreros. En adelante, pese a las dificultades que se les impone a los trabajadores en ese proceso (deudas, corte de energía eléctrica, reveses judiciales, operativos policiales y parapoliciales para sacarlos de la fábrica), la nueva organización laboral, con el cooperativismo como forma legal y la horizontalidad como base de las nuevas relaciones sociales de producción, permite desarrollar un trabajo más solidario, abierto a la comunidad y, casi siempre, de mayor calidad que cuando la empresa era administrada por capitalistas.
La autogestión, de ese modo, se afirma y reafirma como una alternativa viable dentro de un sistema socioeconómico en decadencia que, más temprano que tarde, parece ir hacia la degradación definitiva no sólo de los 6 mil millones de habitantes del planeta sino también del planeta mismo como morada de esos 6 mil millones, que viven, sobreviven o mueren, según las condiciones en las que ese sistema les permita existir.
Así, este yugo que una vez más se cierne sobre los trabajadores se contrapone, por estas latitudes, con la chocolatera Arrufat, con la textil Filobel-Febatex, con la gráfica Indugraf, y con otras cientos de firmas que dejan de ser la empresa manejada por uno o dos capitalistas para ser “la recuperada”, la cooperativa, la fábrica sin patrón.
En fin, la muestra indiscutible de que los trabajadores tenemos un camino a seguir, rumbo a la autogestión, para reconocernos como tales y fabricar nuevas alternativas en un mundo mucho más complejo que el de 1886, pero igual de injusto.
Corría mayo de 1886 cuando, en Chicago, en los Estados Unidos de Norteamérica, un grupo de trabajadores organizó una movilización popular para reclamar la reducción de la jornada, de 16 a 8 horas. El capitalismo, que ya había sufrido su primer gran crisis, en 1873, iba entrando inexorablemente en su nueva fase, su “fase superior”, como la llamó Lenin: el imperialismo, de la mano de los incipientes monopolios y del avance militar de las metrópoli. Juntos, gobiernos y grupos económicos cada vez más concentrados se iban apropiando ilegítimamente, por la fuerza de la ocupación militar, de las riquezas del continente africano entero, de algunas de Asia, y controlaban económicamente a las naciones políticamente independientes de América Latina.
En su seno, las potencias no podían acallar con unas cuantas reformas legales el descontento de las clases populares, que se iban pauperizando cada vez más. En Chicago, entonces, la lucha obrera llegó al punto en que la represión fue la decidida respuesta de la clase dominante. Más de cinco huelgas, todas combatidas a fuego por el poder político y económico, prologaron a un atentado en el que murieron varios policías. A continuación, un irregular proceso judicial derivó en el encarcelamiento de los dirigentes anarquistas Adolph Fisher, Augusto Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel Fielden y Oscar Neebe.
Los cuatro primeros fueron ahorcados. Lingg prefirió no dar el gusto a sus verdugos y se suicidó en su celda. Schwab y Fielden fueron condenados a prisión perpetua y Neebe, a 15 años de prisión. Aquellas luchas, aquellas demandas, más de 120 años atrás, no perdieron vigencia. Podemos observar el mismo cuadro cotidianamente, en cada acción de los grandes grupos económicos nacionales o transnacionales, muchas veces con la complicidad de los gobiernos, para extraer la mayor ganancia posible de la fuerza de trabajo humana explotada, y para descargar sobre sus espaldas las pérdidas o las tasa de ganancia menores cuando, como por estos días, el capitalismo tambalea por su propia codicia.
Por caso, en el mismo país donde fueron liquidados los mártires de Chicago allá en el siglo XIX, los despidos masivos son moneda corriente hoy día y totalizan más de 30 mil desde el inicio de la recesión, en diciembre del 2007. En Estados Unidos, las solicitudes del seguro de desocupación se elevaron a un nuevo máximo de 6,14 millones este año, mientras en algunas ciudades la gente empieza a vivir en carpa. Sí, en carpa, en “el primer mundo”.
En Europa, trabajadores franceses despedidos toman de rehén a su patrón, en Inglaterra casi mil bancarios se enteran que quedarán en la calle en los próximos dos años, en España el gobierno admite que ya hay cuatro millones de desocupados, y las huelgas y movilizaciones se suceden en Bélgica, en Grecia, en Italia, donde, por si fuera poco, gobierna Berlusconi.
En Argentina, aunque los voceros oficiales (gobernantes, sindicalistas, comunicadores) se empeñen en ahuyentar el fantasma de los despidos masivos, las amenazas son cada vez más latentes para los trabajadores de las grandes industrias, por ejemplo en las automotrices. A tono con los gobiernos de las grandes potencias, que vienen ejecutando con toda rigurosidad aquel axioma que reza: “el capitalismo consiste en privatizar las ganancias y socializar las pérdidas”, la administración de Cristina Fernández usa la caja del Estado para repartir subsidios a las grandes empresas en pos de que no lleven a cabo ahora esos temidos despidos masivos. No sería una buena noticia a menos de dos meses las elecciones legislativas nacionales que pueden hacer “explotar” al país si el oficialismo pierde, según las exageraciones (quizá no tan exageradas) del ex presidente Néstor Kirchner.
Entre los que todavía conservan su fuente de trabajo, vale decirlo (y vale decirlo especialmente después de recordar que en Chicago se pedía trabajar no más de ocho horas diarias), millones sufren jornadas bastante más largas que de ocho horas. Según el manipulado Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), el 37,8 por ciento del total de asalariados trabaja 'en negro'. Y por si acaso no hiciera falta la deshumanización de millones de adultos, miles de niños y niñas que deberían estar en la escuela o jugando, son explotados laboralmente desde que sale el sol hasta que se va, sobre todo en el ámbito rural.
Pero también en Argentina, cada semana nos enteramos de una nueva fábrica que, vaciada y abandonada por sus patrones, es ocupada y puesta a funcionar nuevamente por sus obreros. En adelante, pese a las dificultades que se les impone a los trabajadores en ese proceso (deudas, corte de energía eléctrica, reveses judiciales, operativos policiales y parapoliciales para sacarlos de la fábrica), la nueva organización laboral, con el cooperativismo como forma legal y la horizontalidad como base de las nuevas relaciones sociales de producción, permite desarrollar un trabajo más solidario, abierto a la comunidad y, casi siempre, de mayor calidad que cuando la empresa era administrada por capitalistas.
La autogestión, de ese modo, se afirma y reafirma como una alternativa viable dentro de un sistema socioeconómico en decadencia que, más temprano que tarde, parece ir hacia la degradación definitiva no sólo de los 6 mil millones de habitantes del planeta sino también del planeta mismo como morada de esos 6 mil millones, que viven, sobreviven o mueren, según las condiciones en las que ese sistema les permita existir.
Así, este yugo que una vez más se cierne sobre los trabajadores se contrapone, por estas latitudes, con la chocolatera Arrufat, con la textil Filobel-Febatex, con la gráfica Indugraf, y con otras cientos de firmas que dejan de ser la empresa manejada por uno o dos capitalistas para ser “la recuperada”, la cooperativa, la fábrica sin patrón.
En fin, la muestra indiscutible de que los trabajadores tenemos un camino a seguir, rumbo a la autogestión, para reconocernos como tales y fabricar nuevas alternativas en un mundo mucho más complejo que el de 1886, pero igual de injusto.
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