lunes, 18 de enero de 2010

El reflejo vacío

Por Lucas

Pedro salía poco, se sentía extraño interactuando con personas, no por nada pero cada vez que le tocaba hacerlo, ya sea por motivos laborales o circunstanciales, intentaba poner lo mejor de sí para llegar a buen puerto. Pretendía ayudar, cooperar, de esta manera deducía que la situación finalizaría rápidamente y el estaría en paz, una paz tensa y fabricada. Para una persona como Pedro, la soledad representa un estado de control, propio y de la situación, nuestra naturaleza no nos hace solitarios, sino que es una conducta la cual alcanzamos. Primero fue su inseguridad, luego la falta de interés, para terminar cayendo en ese lugar glacial plagado de rechazo hacia lo externo, hacia lo social.
Pedro acepta todo como es e intenta no intervenir, no mezclarse, pero a veces ese ausentismo se le va de las manos. Moverse con las olas está muy bien cuando la marea se controla, de otro modo, no se sabe lo que puede llegar a pasar. Y es que muy poco puede hacer cuando lo invaden las dudas plagadas de dificultades. Sus pensamientos no paran de dirigirle la palabra, dejando en claro un mensaje solemne: Todos estamos condenados desde el principio, ¿pero serás tú el que se queme primero?. La idea le generaba animadversión, sabía que se estaba apagando, y que, como todos, moriría solo. La ironía de esta tristeza es que Pedro se abrazó a la soledad haciendo de esta su animal de compañía, despreocupación total de la segunda persona, rechazo indiferente de la tercera. Ya estaba en concisiones de fagocitar en cuerpo y mente sin la necesidad de disfrutar del tiempo para hacer aquello que no podía alcanzar, para rechazar lo que poseía o no desear lo que podía conquistar. En esta condición de outsider fecundó la abstracción total sobre el factor tiempo.
Transcurría el sábado sentado en su sillón frente al televisor, residía en un edificio antiguo con paredes demasiado finas: se podía escuchar demasiado de lo que pasaba al otro lado, tanto, que cada vez que el vecino abría o cerraba una de las puertas (probablemente la que conducía del pasillo al salón), se hacía oír el ritmo rancio que ofrece el oxido cuando baña las articulaciones, no importa cuáles sean, siempre es el mismo compás, en este caso afectaba a las bisagras. El chillido insufrible cegaba su mente que repetía una y otra vez: “le hace falta aceite, le hace falta aceite”. Algo se iba cansando en Pedro, algo relacionado directamente con la paciencia, pero se contenía gracias a su aislamiento. Estaba harto del vecino, un fanfarrón de esos que cuentan historias lacrimógenas, en las cuales nunca llegan a ser lineales o sin mayores precedentes como las de la mayoría. Siempre ganaba mucho dinero, o encontraba a alguien que se lo diera, siempre faroleaba de las mujeres hermosas con las que andaba, y no se aprovechaba del pasado, salvavidas de muchos para crear una nostalgia ficticia sobre situaciones que jamás sucedieron, no, su vecino era lo suficientemente estúpido como para adornar su vida presente con tintes cuasi monárquicos y de estrella de rock. Comenzaba a contarlo con cierta timidez, luego se despachaba a gusto buscando algo, no se sabe bien que, pero intentar demostrar que podía estar en el sistema y ser una estrella, algo realmente lejano.
Cansado, Pedro se recostó en su sillón de 2 plazas, mientras masticaba un chocolate que le había dado un compañero de trabajo, su muela, la de juicio comenzó a reclamar atención, un dolor que empuja, que buscaba la exclusión por parte de Pedro, el cual, para ese entonces no podía con su vida. Se dirigió hacia el baño, con el afán de refrescarse pero previamente se hacerse unos buches con bicarbonato, ese que estaba empezado, desde no se sabe cuando, dentro del botiquín. Uno, dos, tres segundos, hasta 10 y escupió, se arrojó agua en la cara y miró, por fin, al espejo, prestando atención a lo que veía, la mirada se perdía en el reflejo del abismo. Del otro lado del espejo comenzaba a reír, silencioso, el rostro de la locura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Craneos