domingo, 1 de noviembre de 2009

El cementerio



Por Alejandra Mendé

Era un pueblo chico y nosotros éramos los hijos del cuidador del cementerio. Mis hermanos, mis padres y yo, vivíamos a la entrada. Hacia adelante estaba el camino que nos llevaba a la escuela y hacia atrás el campo santo. Mi padre era un cuidador de tumbas.
El pueblo estaba lejos como a unos cuarenta minutos de marcha. Por la mañana y por la tarde, íbamos caminando hasta la escuela y ni bien nos acercábamos los chicos que salían de su casa, miraban hacia otro lado, como si fuéramos fantasmas. Por eso aprendimos a jugar entre nosotros cinco.
No teníamos juguetes, éramos muy pobres y cuando mi papá limpiaba las tumbas, nosotros solíamos jugar a la paleta con los omóplatos de los muertos. El más chico juntaba las pelotas del pino y Carlitos y yo, éramos los que le pegábamos con el hueso. Y los dos varones se la pasaban subidos o adentro de los panteones. Así fue nuestra infancia y nunca la viví como algo terrible o extraño, sino fuera por el momento enigmático que nos trajo a Buenos Aires.
Fue una noche en la que los perros ladraron tanto que mi madre se preocupó: -andá fijate que pasa! . Mi padre salió y fue a hacer un recorrido por todo el predio. Tardaba más de la cuenta y mi madre miraba ansiosa por la ventana, pero había tanta bruma que no llegaba a ver dónde estaba él y los perros seguían ladrando.
Al rato mi padre abrió la puerta y dijo, mañana mismo nos vamos a Buenos Aires. No respondió jamás sobre el motivo de aquella decisión repentina. Simplemente, tomamos algunas pertenencias y nos vinimos en tren a la ciudad. Su hermetismo fue contundente.
Se que de alguna manera la infancia en el cementerio, nos marcó. Uno de mis hermanos es médico forense , los que se trepaban en las tumbas, son arquitectos. El más pequeño estudia letras y yo, me las tengo que ver con huesos cada día de mi vida como traumatóloga.
Nunca se habló más de lo que pasó esa noche, hasta que mi padre nos invitó a cenar hace un tiempo. Estaba muy extraño y tuvo gestos poco comunes en él. Dijo estar orgulloso de lo que habíamos llegado a ser. Y nos contó mi madre que antes de irse a la cama se despidió de ella sabiendo que no iba a abrir los ojos por la mañana.
Y ahora, creemos comprender que ese día en que los perros ladraban, de alguna manera en la bruma, mi padre vio su propia muerte.



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