(por Alejandra Mendé)
Irlanda: una nación mestiza y dominada, una puesta en escena muy compleja, una realidad, religiosa, histórica y política que deviene en diversas escrituras. Estéticas que se apropian y rechazan una tradición, que se involucran o se exilian de ella. Una cultura que se caracteriza por el desborde y por la heterogeneidad de sus manifestaciones. Esos son los acordes de un híbrido que se juega entre nacionalismo y coloniaje. La realidad de un pueblo que parece escapar a la configuración de un ethos distintivo. Y la obra de Joyce estalla en papeles flagrantes.
––¿Sabes lo que es Irlanda? ––Preguntó Stephen con glacial violencia.
- Irlanda es la cerda vieja que devora su propia lechigada.
¿Cómo poner el lazo a la cerda ignominiosa, a su desbaratada prole?
Será esta la tarea del artista, que se va a dedicar a hacer ciertos arreglos a la tradición literaria; a elaborar cierto artificio; a robarle a la “plaza pública” el valor “falsificado” de la palabra.
La pluma jorobada de James Joyce escribe en diferentes lenguas. Escribe con el vestigio del espíritu santo que salió al encuentro de los apóstoles en Pentecostés, arde en la llama de un poliglotismo muy particular, atraviesa su tradición con una instalación poética e inventa una cadena de epifanías con rasgo iridiscente.
Su estética tiene el reflejo de una religión que revoca como “autoritas” e invoca como elemento de una praxis. Autoritas tomista y escolástica, tomadas por el artista adolescente para imprimirlas, algún día, en lo real de un papel en blanco, porque: “todo momento de inspiración debe ser pagado por adelantado” hasta la coincidencia perfecta entre selección y reproducción, hasta la puesta en funcionamiento del sinthomadaquin.
Es cierto, en el primer momento uno se mueve a ciegas. Y, Joyce, comienza por justificar el margen de una moral fuera de cause, de una perversión que lo lleva a un momento conjetural y él, elige ese artificio de encarnación poética. Un arte que nos dice Lacan, le sirve para hacer subsistir al padre pero- en esa elección- no solo hace subsistir a su familia, sino- que además - la ilustra, e ilustra de paso lo que él llama my country el espíritu increado de su raza. O lo que a la letra es ilustrar la tierra, reconocer su contorno, saber dónde deja de sonar.
Este oficio poético que es siempre el algo que desde el fondo de las edades, nos llega como surgido del artesano (Lacan) , para Joyce implicará: “el aislamiento” como “primer principio de la economía artística” o exilio desde el que luego podrá hacerse un nombre, ser un artista:
“un mediador entre el mundo de su experiencia y el mundo de sus sueños- un mediador, consecuentemente dotado de dos facultades gemelas: la facultad de selección y la facultad de reproducción -.” – y lograr: “ el equilibrio entre ambas facultades” porque en eso “reside –para él- el secreto del éxito artístico”.
De ser posible ser un artista “supremo” como aquel que “logra desenmarañar el alma sutil de la imagen de la malla de circunstancias que la definían más exactamente y –reencarnarla- en circunstancias artísticas escogidas por ser las que mejor le convenían para cumplir su nueva misión” y saber que habrá de “trabajar incesantemente su arte, si desea expresar cabalmente aún la más simple concepción” (Joyce)
Así comienza a funcionar el artificio joyceano:
1. Hay que desenmarañar el alma sutil de la imagen
2. Hay que desenmarañar el alma de la malla de circunstancias que la definen
3. Hay que reencarnar el alma en el arte, para cumplir otra misión
4. Hay que trabajar incesantemente, con mucho cuidado y precisión, etc.
Y todo esto para no ser devorado por la vieja cerda y compensar, un padre que jamás ha sido un padre- compensar ese hecho- con el deseo de ser un artista que ocuparía a todo el mundo el mayor tiempo posible (Lacan).
Para entender el funcionamiento del sinthomadaquin lacaniano , habrá que encontrar el punto de equilibrio, y debatir con “la verdad” manifiesta y entre los puntos suspensivos, cuál fue la apropiación justa, de esa claridad subyacente que arma la cadena epifánica.
“Me gusta la idea del Espíritu Santo en el tintero” dice Joyce en una carta dirigida a su hermano Stanislaus, fechada el 31 de agosto de 1906. Lo dice, ya cuando en “Dublineses” (1904) ha ejercitado una inventiva, ha probado la figura cuya furia y persistencia crecen hasta el “Ulises” (1922) y el “Finegans” (1939), últimos libros en los que evidencia el punto máximo de su habilidad.
Hay que aprehender de su arte, de la inquietud por la notación, del artificio, del trabajo y de la precisión. La maestría de Joyce está en hacer que su texto, “abunde en enigmas”. O saltos que producen esa verdad.
Se trata del saber hacer que lo distingue, que nos distingue, siempre que de pura insistencia en el entredicho, el panorama se enlace a la corriente sanguínea de una vía herética. La vía que Joyce encuentra con las epifanías, que “están siempre ligadas a lo real”. Las epifanías son “lo que hace que, gracias a la falta, inconsciente y real se anuden.” Lacan utiliza estos dos términos e nos señala que “se piensa contra un significante”. No en el sentido de un significante. Y así es como el “apensamiento” lacaniano concuerda con el trabajo de subversión del artista.
Se trata de la letra, tal como Joyce lo determina cuando en Stephen Hero, Dedalus intercambia y combina vocales “para construir gritos que expresan emociones primitivas” juegos de letras que proliferan en el Finegans - como “aludión” - gracias al ejercicio repetido de registrar el sonido que puesto en equilibrio permite el resplandor de esa claridad epifánica o manifestación de la verdad.
Las epifanías son ademanes de lo bello, trazos de precisión entre la selección y la reproducción de lo notado. En Stephen Hero (primer esbozo del “Retrato...”) Joyce dice: “hay que recolectarlas con mucho cuidado advirtiendo que estas epifanías son en sí mismas, los momentos más delicados y evanescentes”. Estas figuras, suceden y son percibidas y anotadas como colección. Ese ejercicio de notación previa al ensamble en la escritura, es el material crudo con el bosqueja su obra; hacerse un nombre. Es decir que la elaboración de este quehacer de recolección e inscripción, constituyen la invención de su encadenamiento subversivo.
En la doctrina religiosa, no hay epifanías, no las hay en plural, lo que hay es La Epifanía que resplandece un augurio; la Epifanía de los Reyes Magos. Por eso si hablamos de epifanías en plural, hablamos de las epifanías de Joyce. La invención de Joyce – y podemos decir la invención en un sentido universal – se da en el ejercicio de un circuito de lectura y de una práctica creativa, que genera, con suerte, una maestría poética. Maestría que en este caso es encadenamiento de figuras. Insistencia de un gesto. Ademán que realiza una supleción frente a la inconsistencia material del significante. Rasgo supletorio que toca lo inconsciente y lo real.
El enigma subyace en la vacuidad del entredicho, resplandece (claritas) en la dit-mensión, y entusiasma como día de reyes el advenimiento de una divinidad. Un verdadero augurio que en el Seminario 23 Lacan, relaciona con : “esa elación que se dice que está en el principio de no sé qué sínthoma que llamamos en psiquiatría la manía - dónde agrega puntualmente que – en efecto a eso se parece la última obra de Joyce. Finnegans Wake.
Pero volviendo a Stephen Hero, allí dice Dédalus que “las palabras poseen cierto valor en la tradición literaria y cierto valor en la plaza pública: un valor falsificado. Las palabras son simplemente, el receptáculo del pensamiento humano; en la tradición literaria reciben pensamientos más valiosos que en la plaza pública.”
¿Qué hace la diferencia entre la tradición literaria y la plaza pública, para que Joyce afirme que los pensamientos son más valiosos en una que en otra?
Estas epifanías que en la plaza pública se diluyen, se pierden o son inconsistentes; en la tradición literaria y gracias al oído avezado que las pesquisa, cumplen su función subversiva, medio dicho de verdad que fulgura en la escritura joyceana, porque por algún motivo, las retiene, las anota e inscribe en esa tradición.
La literatura trabaja con un material hecho de sonidos. El significante no determina la estética por la vía del sentido sino del sonido. Por eso Lacan nos advierte que en Joyce encontramos la maestría, la enseñanza para un quehacer poético como es el psicoanálisis. Se trata de recoger esos productos opacos que sin embargo, hacen brillar un enigma cuando se los desbroza en sonidos. La maestría de Joyce esta en la escucha con la que va a performar su escritura y consagrar su obra.
Pero la invención, eso que le es propio a Joyce, tiene su origen en un rasgo arcaico de la obra, que no es estrictamente epifanía, pero que de la misma forma que la epifanía, es una manifestación enigmática. El joven artista escucha balbuceos en la calle, está aturdido por la perversión de un acto sexual que realizó y no encuentra paz. Se torna insoportable la angustia y finalmente se confiesa y cuando está en la misa, en la consagración de la hostia identifica la epiclesis: momento preciso en el que el pan se transforma en el cuerpo de cristo.
A quién destina Joyce esa voz secreta? A Constantine Peter Curran, un compañero de clase que para esas fechas, acababa de incorporarse a los Tribunales de Dublín, y lo habían destinado a la oficina del Contador Mayor. Sabemos de las dificultades que tenía Joyce para ser “juicioso” con el dinero. “Noc saght!” (ya he dicho bastante!) escribe en danés y firma “Stephen Dedalus, heroicamente tuyo” en la carta anterior en la que cuenta sus dificultades económicas.
Agradece en una carta posterior: “Mil gracias feudales” y continúa:”Estoy escribiendo una serie de epicleti –diez- para una revista. He escrito uno (capítulo de Dublineses) Título de la serie Dublineses para revelar el alma de esa hemiplejía o parálisis que muchos consideran una ciudad.
Joyce guarda la epiclesis, epifanía muda, fundante del artilugio, que salvo en esta carta del los primeros días de Julio de 1904, cuida muy bien este término y no lo deja en ningún otro comentario. Este es tal vez el trazo secreto y voluntario de su obra. Recta infinita que soporta la metonimización epifánica. Forma de un ego que no puede dejar de escribir los bordes de una luz enceguecedora.
––¿Sabes lo que es Irlanda? ––Preguntó Stephen con glacial violencia.
- Irlanda es la cerda vieja que devora su propia lechigada.
¿Cómo poner el lazo a la cerda ignominiosa, a su desbaratada prole?
Será esta la tarea del artista, que se va a dedicar a hacer ciertos arreglos a la tradición literaria; a elaborar cierto artificio; a robarle a la “plaza pública” el valor “falsificado” de la palabra.
La pluma jorobada de James Joyce escribe en diferentes lenguas. Escribe con el vestigio del espíritu santo que salió al encuentro de los apóstoles en Pentecostés, arde en la llama de un poliglotismo muy particular, atraviesa su tradición con una instalación poética e inventa una cadena de epifanías con rasgo iridiscente.
Su estética tiene el reflejo de una religión que revoca como “autoritas” e invoca como elemento de una praxis. Autoritas tomista y escolástica, tomadas por el artista adolescente para imprimirlas, algún día, en lo real de un papel en blanco, porque: “todo momento de inspiración debe ser pagado por adelantado” hasta la coincidencia perfecta entre selección y reproducción, hasta la puesta en funcionamiento del sinthomadaquin.
Es cierto, en el primer momento uno se mueve a ciegas. Y, Joyce, comienza por justificar el margen de una moral fuera de cause, de una perversión que lo lleva a un momento conjetural y él, elige ese artificio de encarnación poética. Un arte que nos dice Lacan, le sirve para hacer subsistir al padre pero- en esa elección- no solo hace subsistir a su familia, sino- que además - la ilustra, e ilustra de paso lo que él llama my country el espíritu increado de su raza. O lo que a la letra es ilustrar la tierra, reconocer su contorno, saber dónde deja de sonar.
Este oficio poético que es siempre el algo que desde el fondo de las edades, nos llega como surgido del artesano (Lacan) , para Joyce implicará: “el aislamiento” como “primer principio de la economía artística” o exilio desde el que luego podrá hacerse un nombre, ser un artista:
“un mediador entre el mundo de su experiencia y el mundo de sus sueños- un mediador, consecuentemente dotado de dos facultades gemelas: la facultad de selección y la facultad de reproducción -.” – y lograr: “ el equilibrio entre ambas facultades” porque en eso “reside –para él- el secreto del éxito artístico”.
De ser posible ser un artista “supremo” como aquel que “logra desenmarañar el alma sutil de la imagen de la malla de circunstancias que la definían más exactamente y –reencarnarla- en circunstancias artísticas escogidas por ser las que mejor le convenían para cumplir su nueva misión” y saber que habrá de “trabajar incesantemente su arte, si desea expresar cabalmente aún la más simple concepción” (Joyce)
Así comienza a funcionar el artificio joyceano:
1. Hay que desenmarañar el alma sutil de la imagen
2. Hay que desenmarañar el alma de la malla de circunstancias que la definen
3. Hay que reencarnar el alma en el arte, para cumplir otra misión
4. Hay que trabajar incesantemente, con mucho cuidado y precisión, etc.
Y todo esto para no ser devorado por la vieja cerda y compensar, un padre que jamás ha sido un padre- compensar ese hecho- con el deseo de ser un artista que ocuparía a todo el mundo el mayor tiempo posible (Lacan).
Para entender el funcionamiento del sinthomadaquin lacaniano , habrá que encontrar el punto de equilibrio, y debatir con “la verdad” manifiesta y entre los puntos suspensivos, cuál fue la apropiación justa, de esa claridad subyacente que arma la cadena epifánica.
“Me gusta la idea del Espíritu Santo en el tintero” dice Joyce en una carta dirigida a su hermano Stanislaus, fechada el 31 de agosto de 1906. Lo dice, ya cuando en “Dublineses” (1904) ha ejercitado una inventiva, ha probado la figura cuya furia y persistencia crecen hasta el “Ulises” (1922) y el “Finegans” (1939), últimos libros en los que evidencia el punto máximo de su habilidad.
Hay que aprehender de su arte, de la inquietud por la notación, del artificio, del trabajo y de la precisión. La maestría de Joyce está en hacer que su texto, “abunde en enigmas”. O saltos que producen esa verdad.
Se trata del saber hacer que lo distingue, que nos distingue, siempre que de pura insistencia en el entredicho, el panorama se enlace a la corriente sanguínea de una vía herética. La vía que Joyce encuentra con las epifanías, que “están siempre ligadas a lo real”. Las epifanías son “lo que hace que, gracias a la falta, inconsciente y real se anuden.” Lacan utiliza estos dos términos e nos señala que “se piensa contra un significante”. No en el sentido de un significante. Y así es como el “apensamiento” lacaniano concuerda con el trabajo de subversión del artista.
Se trata de la letra, tal como Joyce lo determina cuando en Stephen Hero, Dedalus intercambia y combina vocales “para construir gritos que expresan emociones primitivas” juegos de letras que proliferan en el Finegans - como “aludión” - gracias al ejercicio repetido de registrar el sonido que puesto en equilibrio permite el resplandor de esa claridad epifánica o manifestación de la verdad.
Las epifanías son ademanes de lo bello, trazos de precisión entre la selección y la reproducción de lo notado. En Stephen Hero (primer esbozo del “Retrato...”) Joyce dice: “hay que recolectarlas con mucho cuidado advirtiendo que estas epifanías son en sí mismas, los momentos más delicados y evanescentes”. Estas figuras, suceden y son percibidas y anotadas como colección. Ese ejercicio de notación previa al ensamble en la escritura, es el material crudo con el bosqueja su obra; hacerse un nombre. Es decir que la elaboración de este quehacer de recolección e inscripción, constituyen la invención de su encadenamiento subversivo.
En la doctrina religiosa, no hay epifanías, no las hay en plural, lo que hay es La Epifanía que resplandece un augurio; la Epifanía de los Reyes Magos. Por eso si hablamos de epifanías en plural, hablamos de las epifanías de Joyce. La invención de Joyce – y podemos decir la invención en un sentido universal – se da en el ejercicio de un circuito de lectura y de una práctica creativa, que genera, con suerte, una maestría poética. Maestría que en este caso es encadenamiento de figuras. Insistencia de un gesto. Ademán que realiza una supleción frente a la inconsistencia material del significante. Rasgo supletorio que toca lo inconsciente y lo real.
El enigma subyace en la vacuidad del entredicho, resplandece (claritas) en la dit-mensión, y entusiasma como día de reyes el advenimiento de una divinidad. Un verdadero augurio que en el Seminario 23 Lacan, relaciona con : “esa elación que se dice que está en el principio de no sé qué sínthoma que llamamos en psiquiatría la manía - dónde agrega puntualmente que – en efecto a eso se parece la última obra de Joyce. Finnegans Wake.
Pero volviendo a Stephen Hero, allí dice Dédalus que “las palabras poseen cierto valor en la tradición literaria y cierto valor en la plaza pública: un valor falsificado. Las palabras son simplemente, el receptáculo del pensamiento humano; en la tradición literaria reciben pensamientos más valiosos que en la plaza pública.”
¿Qué hace la diferencia entre la tradición literaria y la plaza pública, para que Joyce afirme que los pensamientos son más valiosos en una que en otra?
Estas epifanías que en la plaza pública se diluyen, se pierden o son inconsistentes; en la tradición literaria y gracias al oído avezado que las pesquisa, cumplen su función subversiva, medio dicho de verdad que fulgura en la escritura joyceana, porque por algún motivo, las retiene, las anota e inscribe en esa tradición.
La literatura trabaja con un material hecho de sonidos. El significante no determina la estética por la vía del sentido sino del sonido. Por eso Lacan nos advierte que en Joyce encontramos la maestría, la enseñanza para un quehacer poético como es el psicoanálisis. Se trata de recoger esos productos opacos que sin embargo, hacen brillar un enigma cuando se los desbroza en sonidos. La maestría de Joyce esta en la escucha con la que va a performar su escritura y consagrar su obra.
Pero la invención, eso que le es propio a Joyce, tiene su origen en un rasgo arcaico de la obra, que no es estrictamente epifanía, pero que de la misma forma que la epifanía, es una manifestación enigmática. El joven artista escucha balbuceos en la calle, está aturdido por la perversión de un acto sexual que realizó y no encuentra paz. Se torna insoportable la angustia y finalmente se confiesa y cuando está en la misa, en la consagración de la hostia identifica la epiclesis: momento preciso en el que el pan se transforma en el cuerpo de cristo.
A quién destina Joyce esa voz secreta? A Constantine Peter Curran, un compañero de clase que para esas fechas, acababa de incorporarse a los Tribunales de Dublín, y lo habían destinado a la oficina del Contador Mayor. Sabemos de las dificultades que tenía Joyce para ser “juicioso” con el dinero. “Noc saght!” (ya he dicho bastante!) escribe en danés y firma “Stephen Dedalus, heroicamente tuyo” en la carta anterior en la que cuenta sus dificultades económicas.
Agradece en una carta posterior: “Mil gracias feudales” y continúa:”Estoy escribiendo una serie de epicleti –diez- para una revista. He escrito uno (capítulo de Dublineses) Título de la serie Dublineses para revelar el alma de esa hemiplejía o parálisis que muchos consideran una ciudad.
Joyce guarda la epiclesis, epifanía muda, fundante del artilugio, que salvo en esta carta del los primeros días de Julio de 1904, cuida muy bien este término y no lo deja en ningún otro comentario. Este es tal vez el trazo secreto y voluntario de su obra. Recta infinita que soporta la metonimización epifánica. Forma de un ego que no puede dejar de escribir los bordes de una luz enceguecedora.
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