domingo, 1 de marzo de 2009

(Por Gabriel Fara)






















El arte como rehén
del sistema capitalista


La crisis en la representación de la realidad planteada por Walter Benjamin nos dice que el arte ya no tiene la función de reproducir la realidad, sino de mostrarnos la visión fragmentaria y relativa que un artista tiene de ella. La obra estaba rodeada de un "aura mágica" por su irreproductibilidad; irónicamente, debido a que la masividad que adquieren las reproducciones de las obras, y el surgimiento de medios masivos de difusión, el valor monetario de las obras de arte originales se eleva increíblemente.
Entonces los posimpresionistas como Baudelaire, Cezzanne, Van Gogh, Picasso, etc. son rescatados como paradigmas del artista que representa su visión propia del mundo.
Casi paralelamente, el dadaísta Marcel Duchamp instaló una polémica que continúa hasta hoy; para hacer arte contemporáneo, sólo son necesarios dos factores: el artista y la presentación; cualquier cosa presentada por puede ser legitimada por el campo intelectual; así, la re-presentación, el resultado del filtro que supone la individualidad del artista, sería otro factor prescindible del modelo "pre-moderno".

El arte después de Duchamp suele ser considerado como pos-moderno; se habla de pastiche, del "ya está todo dicho" del final de las vanguardias, de la muerte de las utopías y del fin de la historia. El arte amplió voluntariamente sus fronteras a lugares insospechados, pero aún no salió del lugar en el que se encuentra cómodo, secuestrado por el sistema capitalista desde su surgimiento: el mercado, sustentado por grupos de poder, por el campo intelectual. Los artistas contemporáneos ponen todo su esfuerzo en impactar con sus obras, llevándolas a cruzar todos los límites posibles, pero siempre dentro del mercado del arte. Cualquier movimiento que se dé fuera del mercado es fagocitado, legitimado y también controlado desde los campos de poder; quizás por eso se haga hincapié en la muerte de las ideologías: para los grupos hegemónicos negar todo tipo de pensamiento opuesto al sistema es una forma de evitar que surjan movimientos revolucionarios.
Con algunas excepciones, el arte postdadaísta se abocó a producir vanguardias, intencionadamente, calculadamente. Vanguardias demasiado específicas como para ser consideradas seriamente. La sucesión de movimientos, aunque intrascendentes, llevó a que se decrete el final de las vanguardias y a que, supuestamente, todo pueda ser considerado arte. "Todo lo que está dentro del mercado del arte está legitimado, el resto no existe", suena demasiado parecido al historiador nortemaricano Francis Fukuyama anunciando el "fin de la historia" en 1992 tras la caída de la Unión Soviética a modo de festejo, de triunfo final del sistema capitalista. Pero como advierte Jacques Derrida, "nunca una celebración fue tan oscura, amenazada y amenazadora".

Estamos ante un sistema político-económico del que el obviamente arte forma parte, un sistema que es consciente de que no le queda mucho tiempo de existencia, aunque se niegue a reconocerlo. La manera que tiene el negocio de perpetuarse es negando los valores de la modernidad que pisoteó aunque sin despegarse del modelo de artista genio, del "aura" que Benjamin quitó a la obra de arte y por consecuencia se trasladó al artista,; ésta figura del artista sobrevalorada desde lo económico y subestimada desde lo político, que hoy, sigue siendo el sostén del mercado del arte.



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